viernes, 6 de septiembre de 2013

¡A su servicio!

Jackie Kennedy dando los últimos toques a la mesa
Al analizar la palabra servicio, podría parecer que el término destila connotaciones de sumisión. Si una persona sirve a otra, está al servicio de otra, se entendería que existe una relación desigual, que uno de los dos está por encima. Sin embargo, el servicio, la vocación de servicio, ha sido siempre la virtud aristocrática por excelencia. En la sociedad feudal, estaba presente en todos los estamentos, no sólo entre siervos y señores: la nobleza servía al rey, el rey servía a la nación; Ich Dien (yo sirvo) era y es el lema del Príncipe de Gales;  Siervo de los Siervos es el Papa que está en el Vaticano.
Hace ya muchos años que el término servidumbre también ha quedado reducido a su mínima expresión y perdido casi todas sus implicaciones negativas. Ya no existen los siervos: servir para algo es hacer bien una cosa determinada; servir de algo, aliviar un mal; prestar un servicio, realizar una misión; ser servicial es sinónimo de ser amable. En el ámbito doméstico, el servicio es el conjunto de profesionales remunerados que se ocupan de las tareas de un hogar, de un restaurante o de un hotel. Y referido a la mesa, indica tanto los distintos elementos que se usan a la hora de ponerla como la manera de presentar la comida.
La cena. Henry Cole (1808-1882)
Servir la mesa es, pues, un acto bueno, una manera de ayudar a que los demás coman y se sientan cómodos. Las maneras de hacerlo han variado a lo largo de los siglos. En la Antigüedad Clásica eran los esclavos quienes ofrecían los alimentos. En el mundo feudal, la servidumbre.
Hasta principios del siglo XIX, las comidas en grupo se celebraban siguiendo el denominado servicio a la francesa: los alimentos aparecían sobre el mantel ya preparados, antes de que los comensales se sentaran, y cada uno tomaba de los platos que tenía más cerca.
Esta forma de comer, muy íntima porque apenas requería criados, suponía también establecer ciertas diferencias: no todos los platos estaban a mano y sólo los que se encontraban más cerca del anfitrión o del invitado de honor podían disfrutar de los mejores manjares.
Los nobles y poderosos comieron así hasta la segunda década del XIX, cuando el Príncipe Alexander Kurakin popularizó el llamado servicio a la rusa. Sus cenas no dejaban nada a la improvisación, eran rígidas, planificadas al mínimo detalle. El número de invitados era cerrado, nadie podía presentarse de repente. La mesa aparecía puesta con todo lo necesario, mantel, vajilla, cristalería… pero sin comida. Los alimentos llegaban emplatados desde la cocina, siguiendo un orden anunciado por escrito, y eran los criados quienes colocaban, por la izquierda, cada plato ante cada huésped, para retirarlos después, religiosamente, por la derecha. El servicio a la rusa fijaría la disposición de platos, copas y cubiertos que conocemos hoy y sería el elegido por la mayoría de los restaurantes del mundo para servir sus menús. Y como requería mucho apoyo, mucha educación, mucha infraestructura y muchos criados, fue también el que durante muchos años adoptó la burguesía, recién llegada al poder, y deseosa de mostrar sus porcelanas, su plata, su cristalería y su capacidad. 
Aunque no todas las familias tenían criados, a partir de entonces se asumió la costumbre de poner la mesa antes de presentar la comida. La forma de servirla variaba. En las casas más ricas, las fuentes y bandejas llegaban desde la cocina y se colocaban junto al ama de la casa. En Inglaterra, era normalmente ella misma quien sin levantarse, repartía entre todos los platos porciones idénticas; en Francia, era la fuente la que pasaba de mano en mano para que cada uno tomara lo que le apeteciera. Los alimentos llegaban acompañados de sus propios cubiertos de servir, medida de estética y de higiene heredada del XVIII, que evitaba que nadie metiera su propio tenedor en la comida de todos. La forma de servirse de una fuente no ha variado desde entonces: después de colocar la comida en el plato, los cubiertos se dejan de nuevo juntos, con los mangos asomando fuera del borde, preparados para el ser usados de nuevo. 
Una cena en los años 20
Gracias a la luz de las lámparas, la cena se popularizó como un importante acontecimiento social. Era una demostración del savoir-faire de la anfitriona, casi siempre una mujer. El éxito o el fracaso  dependía exclusivamente de ella, que debía elegir los invitados (un número igual de hombres que de mujeres), redactar las invitaciones, fijar los sitios, poner o supervisar la mesa, seleccionar el menú y, en muchos casos, cocinarlo. Había cenas antes y después de ir a un espectáculo, cenas de homenaje, de presentación, de despedida, cenas artísticas y musicales.  
Si bien el filósofo Emmanuel Kant insistía en el siglo XVIII en que el número de huéspedes debía ser "mayor que el número de las gracias y menor que el de las musas" (es decir, entre tres y nueve), las reuniones de doce invitados eran las más comunes. Muchas parejas de novios recibían como regalo de bodas todo el menaje necesario para sentar a su mesa a una docena de personas y sólo entonces podían lanzarse a recibir en casa. Las rigideces sociales habían desaparecido y en muchas casas se mezclaban, por fin, artistas y nobles, bohemios y burguesas, actrices y empresarios. La cena era una manera de intimar en un entorno privado; muchas parejas, como el compositor Gustav Mahler y su mujer, Alma, se conocieron en estas circunstancias.
La cena se desarrollaba en tres fases: un aperitivo ligero en el salón para esperar que llegaran todos, la cena propiamente dicha, en el comedor, y el café y los licores.  Hasta finales del 1800, después de cenar, las mujeres dejaban solos a los hombres para que fumaran y tomaran sus brebajes mientras hablaban de política, religión o negocios, temas que a ellas les estaban prohibidos. Después, ambos sexos se reunían de nuevo para terminar la velada.
Después de cenar. Jules Grun (1868-1934)
Hace mucho tiempo que las anfitrionas han dejado de ser sólo mujeres, que no existen los criados de librea y que las reglas de la cena tampoco son las que fijara hace doscientos años un viejo príncipe ruso, pero algunas cosas no han variado desde entonces. El éxito de una cena depende de la vocación de servicio, del que organiza y del que asiste;  porque reunirse en una casa es un regalo de tiempo y de esfuerzo al que los asistentes corresponden  olvidando la televisión o el móvil para prestarse  a revivir una vieja sensación: el placer de sentir la risa y las voces de otros seres humanos, el contacto real con las personas más allá de una simple frase de esas que se pierden en la nube de un ordenador.