viernes, 26 de julio de 2013

De picnics, romerías y comidas campestres

Almuerzo en la hierba, Eduard Manet, 1863
Muchas veces la mesa es el suelo, a menudo protegido por una manta o un mantel. El techo, el firmamento. La pared, el horizonte. No hay sillas, formalismos ni prisas; la gente se sienta o come reclinada como en los tiempos antiguos. Llevan comida y bebida en cestas, mochilas o neveras. Cada uno aporta algo, unos de beber, otros de picar. Es una fiesta común, una salida al aire libre donde todos participan del almuerzo, la charla y la diversión. 
El hombre probablemente comió bajo el cielo mucho antes de hacerlo bajo techo. Lo más seguro es que las perdices y el maná que el Todopoderoso envió a su pueblo durante los cuarenta años de travesía por el desierto fueran degustados bajo los rayos abrasadores del sol mediterráneo. También los griegos hacían algo similar a un picnic que llamaban “eranos”, una comida sin anfitrión donde cada comensal aportaba alguna cosa. Y Virgilio describe bien, en sus Bucólicas, los almuerzos campestres de los pastores de su Arcadia feliz. 
Fue antes el suelo que la mesa. En la Edad Media apenas había mesas, ni siquiera en las fortalezas de los nobles, los escasos banquetes se celebraban en el gran salón del castillo y hasta el siglo XVIII, poner la mesa significaba, literalmente, instalarla, colocar un tablero sobre dos borriquetas y vestirla. Era así como se celebraban también las reuniones de caza, el antecedente más directo del picnic, según muestra Gastón de Foix en su Libro de Caza,  escrito en 1387. La noche anterior el noble se citaba con sus cazadores, caballerizos y lacayos en un claro cercano con buena sombra, cerca de un lago o de un arroyo, y asignaba las tareas para el amanecer. Así, elegantemente vestidos y dispuestos,  todos comían y bebían al son de la música de una flauta o un caramillo, con los perros cerca de una poza para que pudieran beber, y los caballos listos, esperando que comenzara el juego.
 La reunión de caza, miniatura de ,Gastón de Foix, 1387
Con el transcurrir de los años los ricos y poderosos apreciaron cada vez más estas escapadas de las comidas formales para concederse unos momentos de relax y asueto en los bosques. A partir del Renacimiento se hicieron más habituales y los días de campo, siempre con carrozas y sirvientes, se convirtieron en una buena opción para los que buscaban privacidad y, sobre todo, en una alternativa a la rígida etiqueta de palacio. 
En la corte de Madrid, los reyes mandaban traer la comida de algún mesón, fonda, figón o bodegón para sus escapadas a El Pardo, Colmenarejo o La Zarzuela. Quedó así establecido el nombre de "comida de bodegón" para hacer referencia a un menú que unas veces comprendía colaciones completas de varios platos como la olla podrida (el precedente del cocido), y otras, alimentos más simples: pan, vino, queso,  melón, pérsigos de Genova, ciruelas, limones, bizcochos, rosquillas de yema o huevos duros. Y, siempre, una arroba de nieve para hacer bebidas frías.
El pueblo llano también comía al exterior. Para eso estaban las romerías, peregrinaciones populares de uno o varios días a un santuario o a una ermita, fiestas en las que bebían y bailaban: nada de procesiones de penitentes o de paseos devocionales, el culto a las imágenes servía para organizar un gran sarao popular: "Romería cerca, mucho vino y poca cera", decía el refrán.
En 1692 la expresión pique–nique (pronunciada pic-nic) apareció escrita por primera vez. El término francés, que  provenía del verbo piquer (picar) y de nique (algo pequeño, de poca importancia, nimio) fue usado por Tony Willis, en sus Origines de la Langue Française para describir a un grupo de gente que comía en un restaurante llevando su propio vino. Casi al mismo tiempo, Gilles Ménage definía el pique-nique como una comida en la que cada comensal hacía su aportación. Pero fue verdaderamente a partir del XVIII cuando el picnic se convirtió en una exquisitez que la aristocracia se encargó de presentar idealizada. El regreso a la naturaleza promovido por Jean-Jacques Rousseau era perfecto para que la nobleza comiera sobre la hierba. María Antonieta, una de las reinas más aborrecidas de la historia, hizo lo propio con sus amigos en los prados de alrededor del Petit Trianon, de Versalles o en los jardines del castillo de Rambouillet, tratando de hacerse pasar por la pastorcilla que decía que quería ser.
La romería de San Isidro. Goya, 1823
Con la Revolución, la mayoría de los parques y jardines de los reales sitios y palacios abrieron al público. Muchos de los usos y costumbres de los nobles fueron asumidos por la ahora poderosa burguesía y el picnic  se popularizó como tal, sobre todo en Inglaterra. Algunos de los más famosos artistas del XIX, escritores como Zola o Dickens y pintores como Manet o Renoir reflejarían esos bucólicos momentos en sus obras. Nacieron las cestas de picnic, o picnic hampers, concebidas como simples valijas de viaje que se entregaban en las tabernas y posadas a los pasajeros para que continuaran camino. En el Reino Unido pronto fueron imprescindibles, y se realizaron auténticas obras de arte, con vajillas de porcelana finísima, cristalerías talladas y cubiertos de plata repujada. Algunas casas especializadas en comida para llevar, como la célebre Fortnum & Mason, de Londres, las alquilaban completas y atiborradas de manjares para el publico de los derbys o las carreras.
Lo que contenían estas apetecibles maletas variaba en función del lugar.  En Inglaterra preferían huevos escoceses, pastas, sandwiches de pepino, pastel de cerdo, tarta Battemberg, scones, quiche Lorraine y quesos. En Francia, queso, pan y vino. En España, pan, embutidos, tortilla de patatas, carne empanada, ensalada y fruta. Los enamorados más ricos de todo el mundo exigían langosta fría y champagne. Pero en ninguna de esas cestas faltaba el mantel Vichy, a cuadros rojos y blancos,  siempre sinónimo de una comida rústica e informal.
A lo largo de los siglo XIX y XX el sentido de la palabra picnic cambió, pasando de ser una comida traída por muchos para convertirse, simplemente en un día de campo. El término se conoce en todo el planeta y se entiende casi en cualquier idioma. El mundo entero lo pronuncia cada vez que planea un excursión a un sitio especial, con alguien cercano,  lejos de los restaurantes y del humo. Pero a día de hoy la Academia de la Lengua Española no ha reconocido la palabra. ¿Alguien me podría explicar por qué?