viernes, 24 de mayo de 2013

El tenedor del diablo

 Las bodas de Caná,(Detalle)  P. Veronese 1593

La historia del tenedor es la historia de una corredora de fondo de largas y esbeltas piernas, que tardó en implantarse pero que terminó por hacerse imprescindible. 
Los pinchos eran ya conocidos por griegos y romanos para trinchar los alimentos en la cocina, un tridente fue también el atributo del dios de los mares, Neptuno o Poseidón, pero los tenedores de cualquier tipo desaparecieron durante las invasiones bárbaras y Europa comió con las manos, empapando pan en la sopa y compartiendo unos pocos utensilios.  
La forchetta regresó a Italia en el año 1004 cuando Giovanni Orseolo, hijo del gran dogo de Venecia, desembarcó en La Serenissima tras su boda con la princesa bizantina María Argyropoulaina. La griega traía consigo las reliquias de Santa Bárbara desde Constantinopla, pero ni eso fue suficiente para frenar el escándalo de los venecianos al contemplar su conducta: perfumaba sus habitaciones con incienso para evitar el hedor de los canales, se bañaba todos los días, cubría su cuerpo con sedas, brocados y joyas y, lo peor de todo, se negaba a comer con las manos. En las comidas, pedía a sus eunucos que cortaran los alimentos en trozos pequeños y los acercaba a la boca con un instrumento de oro terminado en dos largas púas. 
Forchetta bizantina s. VI
La conducta de María alarmó sobre todo a uno de los principales guardianes de la moral de la época, San Pedro Damián, que calificó a la herramienta de “instrumento diabólico” (instrumentum diaboli) y lo relacionó con el tridente de Lucifer. Para la rígida austeridad religiosa, el tenedor y el resto de aquellas heréticas costumbres eran usos innecesarios en la vida, excesos en un mundo al que se había venido a sufrir y penitenciar, tentaciones que llevaban a la perdición. Dios había dado dedos al hombre para que tomara con ellos los alimentos, tal y como hiciera Jesús en la última cena. Cuando dos años más tarde, María Argyra, el Dogo y su hijo recién nacido murieron en una epidemia de peste que asoló la ciudad, el moralista proclamó a los cuatro vientos que su cuerpo había acabado totalmente podrido por exceso de  delicadeza, porque la vanidad de esa mujer había resultado odiosa al Todopoderoso y la justicia divina se había tomado la revancha alzando su espada contra la pecadora y cubriendo su cuerpo de pestilencias y sus labios de llagas.
Aún así, el tenedor arraigó en la península itálica, sobre todo a partir de doscientos años después, cuando Marco Polo popularizó los spaghetti, a los que se había acostumbrado durante sus largas estancias en China, al lado del Khan. Aquel plato no podía comerse con las manos. En la segunda mitad del Quattrocento, era ya habitual en toda la península y los nobles italianos acostumbraban a llevar siempre consigo un juego de cubiertos propio, atados con una cadena. Los materiales variaban según la importancia del comensal, yendo de los más preciosos para los más ricos, a la madera para los  más humildes. En 1492, Lorenzo El Magnifico tenía cincuenta y seis forchettas. Carlos V también tuvo su colección particular de horquillas.
Fue otra mujer, Catalina de Medici, sobrina del Papa Clemente VII y última descendiente de El Magnifico, la siguiente en luchar por su implantación en Europa. Durante su banquete de bodas con Enrique de Orleans en el castillo de Fontainebleau, cuando estaba sentada en el centro de una larga mesa, sorprendió a los invitados con un anunció: "Damas y caballeros: tomar la carne a pedazos con los dedos directamente del plato es, como mínimo, indecoroso e intolerable en la ciudad de la que vengo. Existen métodos mejores: ved". Abrió un estuche con sus armas grabadas, extrajo un curioso objeto con puntas metálicas, lo agarró entre los dedos de la mano derecha, tomó un trozo de carne y lo sostuvo con elegancia. "Et voilà!" dijo antes de llevarlo a la boca y masticar. Con aquel gesto, Catalina intentó convencer a los cortesanos franceses de la gran utilidad del instrumento, instarles a que hicieran una elección racional, dictada por normas higiénicas que resolvía situaciones desagradables o embarazosas hacia los demás. Pero los franceses lo rechazaron de plano y lo consideraron un exceso de refinamiento femenino.
Estuche de tenedor y cuchillo. Alemania, c. 1650
Su hijo Enrique III, con fama de homosexual, intentó seguir los pasos de su madre y llegó incluso a dictar leyes para su implantación en la mesa, sin éxito: la ambigua reputación que tenían él y sus cortesanos hizo del cubierto un instrumento para amanerados. Sin embargo, debido a las continuas visitas del rey a su taberna favorita, La Tour D'Argent en París, el local tuvo siempre, y hasta hoy, un juego disponible. 
El tenedor era popular en los ámbitos más femeninos. En el mundo masculino era un instrumento remilgado, una excentricidad, un gesto de ostentación de estatus y de poder. De hecho, la reina Ana de Austria, esposa de Luis XIII de Francia, célebre por sus blancas manos, prefería ponerse guantes para no mancharse antes que usar en público el instrumento. Su hijo, Luis XV, a pesar de la regia etiqueta que predominaba en sus mesas, hizo lo mismo.
Aún así, el cubierto se fue haciendo un hueco entre el menaje de las mejores casas de Europa, si bien fuera de Italia era un lujo que pocos utilizaban porque pocos comían spaghetti. En 1725, sólo una familia inglesa de cada diez tenía un tenedor y un cuchillo a disposición de todos. Las clases más bajas no sabían usarlo, se pinchaban la lengua, las encías o los labios o lo usaban de mondadientes.
A partir del siglo XVIII, el siglo femenino por excelencia, la tendencia de las mujeres hacia la higiene dejó de ser considerada un signo de voluptuosidad y el buen uso de los cubiertos se convirtió en distinción de clase. Fue entonces cuando los plateros fijaron el número de púas, que establecieron en cuatro para la carne y tres para el pescado. Pero hubo que esperar un poco más, hasta la la llegada del servicio a la rusa, para que naciera toda una industria relacionada con la cubertería. Los amplios comedores exigían dispositivos gigantescos, y gracias a las nuevas técnicas de platería y plateado, y al uso de materiales como la alpaca, los cubiertos de metal estuvieron al alcance de todos. Se hicieron tenedores para cualquier cosa: para servir el pan o la fruta, tenedores-tortuga o cuchadores,  tenedores para langosta, para sardinas, para caviar, para aceitunas, para guisantes, para lechuga, para servir la pasta, para las ostras. Un servicio de cubertería individual podía tener hasta 140 piezas, por lo que un juego completo para 12 comensales llegó a tener 1500. 
Tenedor para servir sardinas, Inglaterra, 1898

La vida moderna redujo las exigencias de la mesa. La mayoría de las grandes cuberterías se fundieron o vendieron y la cocina contemporánea definió sus propias herramientas. Hoy día no se usan más allá de cuatro o cinco tipos: carne, pescado, ensalada, postre y ostras; una demostración de que el tenedor llegó para quedarse, porque aquellos instrumentos del diablo relacionados con la concupiscencia y la búsqueda del placer hace mucho tiempo que dejaron de ser pecaminosos y se convirtieron en imprescindibles.