viernes, 26 de abril de 2013

La copa de Champagne


Copas de champagne en vidrio grabado. USA, años 30.
En 1783, Luis XVI sorprendió a su mujer, Maria Antonieta, con una nueva adquisición: el castillo y las tierras de Rambouillet, una antigua fortaleza con almenas, torreones y tejados picudos cerca de París donde quería pasar largas jornadas de caza. La joven reina no mostró mucho entusiasmo y cuando lo vio dejó escapar un hiriente comentario: “Comment pourrais-je vivre dans cette gothique crapaudière! (¿Cómo podría vivir en este establo gótico?)”. Pero Luis XIV remodeló el edificio y sus bosques y lo convirtió en un lugar bucólico. En aquella época estaban de moda las teorías de Rousseau, las del buen salvaje y la vida en el campo, y se hablaba de un regreso a la naturaleza, a una Arcadia feliz, idealizada con el romanticismo y la distancia de quien no ha sufrido sus inconvenientes. Muchas nobles damas recogían a sus bebés del abrazo de las amas de cría y jugaban a ser pastoras bajando a las coquetas vaquerías de sus palacetes para aprender a hacer quesos y mantequilla. María Antonieta era fiel seguidora de esta tendencia, y ya se había hecho construir cerca del Petit Trianon de Versalles una aldea completa, con su molino, su huerto, su lago y sus casitas e incluso con campesinos reales que cuidaban y limpiaban las vacas, especialmente traídas de Suiza, que la propia reina ordeñaba de vez en cuando.
Uno de los jattes tétons. Museo de cerámica de Sèvres.
Queriendo complacer a María Antonieta, el rey encargó al arquitecto Richard Mique que construyera también en Rambouillet una vaquería que debía superar en delicadeza y femineidad a todas las demás. La laiterie de la reine era un capricho infantil, primoroso. Se alzaba en el jardín como un diminuto templo clásico, en piedra, entre dos de los recios torreones del viejo castillo. Tenía sólo dos habitaciones. En la primera, entre el suelo de tarima brillante y los muros decorados con frescos neo pompeyanos, destacaba una chimenea de mármol frente a una exquisita sillería diseñada ex professo por el ebanista del rey Georges Iacob. La otra era un santuario a la leche, un recinto presidido por una estatua de Amaltea esculpida en mármol por Pierre Julien, colocada entre un fondo de rocas y rodeada de paredes con hornacinas en las que resplandecía un servicio de porcelana completo, con sus cubos blancos con vetas marrones imitando la madera y muchas otras piezas para almacenar y servir la leche y sus derivados.
El rey supervisó el trabajo de sus maestros en el diseño de las porcelanas y los tazones llamaron especialmente la atención. Apoyaban en un pie trípode con cabezas de cabra y representaban un pecho femenino en un suave color carne, con un pezón rosado en el fondo. Su picante forma pronto corrió de boca en boca y pasaron a la leyenda popular con el apodo de los jattes tétons (cuencos tetones), un ejemplo de la decadencia de los reyes y especialmente de María Antonieta, supuesta modelo de los cálices. En realidad, derivaban de una tipología antigua, de un vaso que los griegos conocían como “mastos” (mama), utilizado en algunas ceremonias (sobre todo de fertilidad) y citado en la Ilíada, del que existen ejemplos al menos desde época arcaica. El coleccionista Dominique Vivant-Denon tenía uno en la colección de cerámica griega que reunió en sus viajes por Europa y, seguramente, Luis XVI lo conocía.
Las porcelanas llegaron a Rambouillet en dos tandas, la última en 1788, pero María Antonieta no pudo disfrutar de ellas. Al año siguiente estalló la revolución en Francia, arrasó los palacios, cortó la cabeza a los nobles y destruyó muchas obras de arte. Pasaron el Directorio, el Consulado y el Imperio y la fama de los jattes tétons se mantuvo viva. Josefina Bonaparte, usufructuaria de Rambouillet, encargó unas reproducciones a partir de los moldes originales, realizadas en blanco y dorado, aunque nunca llegó a vestirse de pastora ni los utilizó para beber leche. Porque el siglo XIX fue el siglo del champagne.
Mastos con Hércules y el ciervo. Atenas, S. V aC
El vino espumoso era ya conocido en los tiempos de Roma, aunque desde las últimas décadas del XVII habían surgido grandes avances en la producción gracias, sobre todo, a la sabiduría del monje Dom Pierre Perignon en materia de viñas, viñedos y corchos, y a las técnicas de los ingleses en el campo las botellas. Los esfuerzos fructificaron y  los bodegueros de la región de la Champaña francesa consiguieron finalmente mantener dentro del vidrio aquel vino del diablo, sin que estallara por la presión de las burbujas.
Hacia 1830 los cristaleros ingleses crearon una copa con una boca muy abierta para recoger el líquido que escapaba de la botella al descorcharla. Era una copa derivada, a su vez, de una forma antigua muy popular entre los vidrieros renacentistas de la isla de Murano y que nada tenía que ver con el pecho de nadie, sino más bien con un frágil recipiente digno de los dioses donde bebían exquisitos néctares y dulces bebedizos: la tazza.
Aún así, las máquinas fabricaban cristalerías completas para cubrir las necesidades del nuevo servicio a la rusa, y en los salones corría el rumor de que la copa de champagne había sido moldeada a partir de los jattes tétons de María Antonieta, leyenda que se avivó al ser una bebida de fiesta, de alegría y de lujo, cuyos poderes afrodisíacos habrían llevado a la voluptuosidad y a los excesos del XVIII. Pero este era un rumor antiguo. A lo largo de la historia los hombres habían atribuido a otras amantes célebres el honor de haber tenido un pecho que sirviera de modelo para algún tipo de cáliz. Así ocurrió con Madame du Barry, la querida de Luis XV; Diana de Poitiers, la de Enrique II; o Helena de Troya, la de Paris. Durante el siglo y medio siguiente el champagne se tomó en estas copas anchas, muchas veces colocadas unas sobre otras formando torres, auténticas fuentes en las que el vino centelleante corría desde la primera hasta la última lamiendo el brillo del cristal tallado para llenar el espacio con los sabores de la alegría y de la victoria.
Baco, por Caravaggio, brindando con una tazza. (1595)
Por fin, a mediados del siglo pasado los enólogos se dieron cuenta de que la copa de champagne calentaba  el vino, dispersaba las burbujas e impedía apreciar bien los aromas. La femenina copa de boca ancha  pasó a servir los cocktails, los postres y las mousses, y los vinos espumosos encontraron refugio en la copa  flauta, alargada y de boca estrecha, una forma evidentemente masculina cuyas dimensiones no relacionamos con el atributo de ningún nombre en particular, pero con la que hombres y mujeres brindan cada vez que quieren beberse las estrellas.