viernes, 28 de marzo de 2014

Jarros, jarras y aguamaniles

Pareja de jarros con Baco y Neptuno, Wedgwood, Inglaterra, S. XX
No hay vida sin agua. Del agua salieron las primeras formas vitales, fue en el agua donde las bacterias se transformaron en protozoos, en peces, en anfibios. El agua, que calma la sed, hidrata, limpia y hace crecer las cosechas, es fundamental en la supervivencia. Sin agua no habría bosques o ciudades, no habría seres vivos, el planeta estaría muerto, no habría nada.
Los antiguos intuyeron la importancia de esa combinación de átomos de oxígeno e hidrógeno como generador y mantenedor de la existencia mucho antes que Darwin publicara su teoría de la evolución de las especies. Aparece mencionada en la Biblia, en el Génesis, ya desde el primer capítulo: "Luego dijo Dios: haya un firmamento entre las aguas que separe unas de otras." Y también se cita en los  textos filosóficos griegos, que le atribuyen un papel importante en el origen del mundo. Así, Tales de Mileto, uno de los siete sabios, afirmó que el agua, el arjé, era la sustancia última del cosmos, de la que todo provenía y Empédocles la consideró uno de los cuatro elementos fundamentales, junto al fuego, la tierra y el aire. Al otro lado del mundo hacia oriente, en China, el agua fue siempre reverenciada como una de las fuerzas principales, regaba la tierra y apagaba el fuego, potencias que actuaban sobre la madera y el metal.
Aguamanil en forma de pájaro. Al Andalus, S XII
El agua estuvo en la Tierra antes que el hombre, pero el hombre la necesitaba, no podía pasar sin ella y tuvo que buscarla, traerla de los ríos, lagos y arroyos y acumular los regalos de la lluvia. Aprendió a desviar el caudal, a construir puentes y acueductos, diques, presas, estanques, acequias y piletas. Fabricó utensilios para recogerla y distribuirla, ánforas, cántaros y vasijas de cerámica y de metal que modeló, policromó e hizo bellos. Y puso nombre a las partes de aquellas formas siguiendo su propia anatomía, su propia imagen y semejanza, y las llamó boca, labios, cuello, hombros, panza. Y supo que algunos de esos recipientes domésticos para el agua y otros líquidos debían ser ligeros, para levantarlos con una mano, y tener dos elementos imprescindibles: un asa para sostenerlo y un pico vertedor que dirigiera el líquido al caer.
La costumbre de lavarse las manos antes de comer viene de muy antiguo. La mayoría de las religiones reconocen el poder purificador del agua y las abluciones constituyen una práctica habitual en muchas ceremonias religiosas, a menudo con agua perfumada en flores, hierbas o esencias. Los griegos y romanos, que comían reclinados, usando sólo la mano derecha, convirtieron aquel rito en una costumbre cotidiana y llevaron las abluciones a la mesa. El agua, que servía también para beber, era traída por los esclavos de Roma en el aquamanirium o aquamanarium -de aqua (agua) y manus (mano)–, una vasija de cuello alto, con asa y pico vertedor, que venía casi siempre sobre una bandeja profunda, una especie de lebrillo o palangana que recogía el agua vertida.
Tras la caída del imperio romano el cristianismo mantuvo el papel purificador del agua en muchos de sus ritos. Durante la misa, el sacerdote se lava las manos antes de oficiar; el bautismo, la bendición o la consagración giran en torno al agua. Los útiles de la misa, los aguamaniles, las vinagreras, la patena y los cálices fueron siempre piezas sagradas que se encargaban a los mejores maestros y artistas, quienes los realizaban en materiales preciosos.
Aguamanil de lapislázuli. Florencia, c. 1600
Los aguamaniles de uso civil estuvieron a punto de desaparecer de Europa durante la Edad Media porque los ritos o la higiene no eran propios de una tierra en lucha, pero hubo algunos. Los más populares eran los de metal con forma de pájaro, león o caballo. El metal era duradero, eterno, no se rompía; su uso estaba limitado a los más privilegiados. Eran piezas hechas para permanecer y vencer incluso al tiempo.
Con el islam, el vidrio, relegado desde los tiempos de Roma, experimentó un tímido renacer. Los musulmanes sabían que era perfecto para proteger la luz de las lámparas e identificar las impurezas de los líquidos. Transparentaba el contenido y prevenía de los envenenamientos, pero era un material frágil que se rompía mucho, apenas quedan ejemplos conservados. Fueron también los árabes quienes llamaron jofaina  (“yufaina”) a la palangana que recogía el agua del aguamanil y quienes utilizaron por primera vez el término jarra (“djarrah”), para referirse a un vaso con dos o más asas que usaban para guardar y servir líquidos (el jarro, por el contrario, sólo tenía una). Con el tiempo, la palabra castellana "aguamanil" pasó a denominar a casi cualquier recipiente que tuviera algo que ver con el agua, ya fuera un depósito de cerámica colocado en la pared, un mueble de madera que escondía la palangana y el jarro, los utensilios en sí o un simple cuenco lavamanos.
En el Renacimiento los aguamaniles civiles recuperaron protagonismo en la mesa y se encargaron también a los mejores artistas y orfebres, que superaron con creces las cotas de excelencia alcanzadas por los clásicos. A veces aparecían sobre el mantel, pero lo más normal era que estuvieran sobre el buffet o el aparador. La servilleta era ya un elemento permanente en las mejores casas y los jarros se  especializaron en presentar y verter agua, vino, aceite u otros líquidos. Los aguamaniles encontraron un espacio propio en los dormitorios y en las estancias particulares, a veces envueltos en muebles especiales, hechos a propósito, otras colocados simplemente sobre una mesa o un armario bajo. Durante los tiempos del dominio español, la forma más popular fue el denominado Jarro de Pico, que toma su nombre de su pronunciado pico vertedor. Estos jarros de plata maciza, boca ancha y sin cuello, realizados por todos los plateros españoles y coloniales, respondían bien a la estética del imperio: sobrios como el negro "ala de cuervo" que llevaban sus dignatarios; recios como sus convicciones, pesados como la carga de su misión evangelizadora.
Aguamanil en cristal de roca. S. XVI.
Tesoro del delfín, Museo del Prado.

Jarros y jarras continuaron firmes en la mesa, pero el aguamanil quedó definitivamente desterrado cuando en el siglo XVIII se generalizó el uso del tenedor. A partir de entonces, lavarse las manos antes de comer dejó de ser importante. También fue desapareciendo de los dormitorios; apenas el agua llegó a los hogares en tuberías y cañerías, las jofainas se transformaron en lavabos y los picos vertedores en grifos.
Desde finales del siglo XX el agua mineral libra en la mesa una batalla contra el agua corriente. Las botellas de las fuentes y balnearios han encontrado un nicho de mercado y compiten contra las jarras, con su asa y su pico vertedor, que reciben el agua doméstica y abren la boca en gesto de protesta. Quizá sea un buen momento para reivindicar lo corriente, el agua que brota de los grifos y que aparece en un instante, con sólo hacer un movimiento pequeño, un agua digna de un príncipe del Renacimiento o de cualquiera de los nobles caballeros que, para saciar su sed, usaban un aguamanil de cristal.










2 comentarios:

  1. ...pues me lo he leído como quien bebe de un cántaro de agua refrescante.
    El agua, ¡claro! Y sus recipientes... su presencia en la mesa, la costumbre de lavarse las manos, tan antigua... los aguamaniles... me está dando otro punto de vista para ver este líquido mágico.
    Creo que lo voy a leer otra vez.
    Gracias, una vez más...

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  2. He aprendido muchas cosas con este artículo, merci beaucoup! El aguamanil de lapislázuli me encanta, preciosas las imágenes, pero ese es para nota.

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